miércoles, 28 de diciembre de 2011

EL DIABLO ANDA SUELTO

     

     Leonel Dionicio llegó al pueblo y montó su carpa en un solarcito por donde necesariamente tenían que pasar sus moradores para recorrer la calle principal. Afuera colgó un cartel: “Panacea para excitar la violencia”. Se sentó con las piernas entrecruzadas y esperó.



  – ¡Violencia!, ¡Violencia! ¿Y para qué la necesitamos? –exclamó Laura disponiendo los platos para la cena.
  –Eso mismo digo yo –le respondió Ramón Oquendo acariciando sus raquíticos bigotes.
  –Esa panacea me huele a engaño –se sentó la mujer y acercó el puchero al plato de Ramón.
  –Podría no serlo –contestó el hombre pendiente del caldo humeante.
  – ¡Bah!, nadie perderá su tiempo –cortó un pedazo de pan Laura y lo hundió en el plato– Ya se irá cuando se aburra.
     Ramón no dijo nada, pero en el fondo del plato, mezclados con los fideos, vio la escena que lo tenía apabullado hacía un montón de meses: Los quejidos de su esposa bajo el cuerpo macilento del jefe de la policía del distrito. Aquella noche dio la vuelta por el fondo del patio y se sentó en la entrada del pueblo. ¡Tenía ganas de morir! Volvió a la casa al amanecer. Escuchó sombrío la noticia de que el juicio contra él (por el asunto aquel del robo del caballo a los Sardiñas) estaba cancelado y que incluso no tenía que pagar nada de multa; Su mujer estaba radiante cuando se lo dijo. Ramón agachó la cabeza y cuando volvía tarde en las noches, miraba por las rendijas antes de entrar a la casa. Muchas veces tuvo que volverse y fumar media caja de cigarros en el solar cercano esperando a que el lecho adoptara ese aire acogedor con que siempre lo había recibido antes. ¡Tenía tanto miedo perder a Laura!, ¡sus sabrosos potajes!, y luego estaba  lo otro ¡La maldita soledad de la cárcel!
–Si es que se aburre –dijo Ramón, asaltándole la duda que ya venía haciéndose grande ¿qué pasaría cuando el pueblo se entere de su papel de cornudo?, ¿no sería mejor ir a ver al mercader, por si llegaba ese día?
     Leonel Dionicio miró a ambos lados y despacio entró en la carpa. En un rincón, dobladas al descuido descansaban varios sacos y una manta. Sabía que el primer día tendría que ser así: nadie se acercaría. Pero tenía una paciencia de demonio, ya lo había confirmado sus últimos años viviendo en las montañas, haciendo experimentos y arañando las rocas en busca de plantas. Y ahora que tan cerca estaba de comprobar la efectividad de su panacea, no iba a desfallecer por no tener un cliente. ¿Dinero?, no lo necesitaba, todo el que tenía y el que jamás pudo haber gastado, se quedaron allá. Sólo guarda recuerdos. Una papelera llena de recuerdos, que el cuidaba de abrigar en el alma. Su alma era muy flexible, soportaba toda la inmundicia que el vaciara. Pero había algunos recuerdos que quedaban siempre arriba, flotando, como aquella tarde que se metió en un hotelucho de los peores, en un pueblo perdido en esos vericuetos del camino polvoriento, con el fin de que algún empleado o mecánico eventual, diera con el fallo de su coche detenido algunos metros más allá.
     No bien traspaso la puerta, resonó la bofetada que lanzó la mujer al suelo.
– ¡Dime con quién! –preguntó con los dientes apretados el hombre frente a la barra.
     Por un instante pensó que se trataba de alguna obra teatral que los lugareños estrenaban, a juzgar por el silencio y la quietud de los demás clientes que atiborraban las mesitas. Una patada en el trasero hizo gemir a la muchacha enroscada cual ovillo en el piso. ¡Era muy verosímil la escena para dejar dudas!
– ¡Habla o te corto en pedazos! –vociferó el hombretón alzándola por los cabellos.
–Él –sollozó ella, señalando hacia la puerta por donde Leonel Dionicio acababa de entrar.
     Todos los ojos se pegaron a su figura. El de la barra se acercó a tumbos de alcohol, muchas sillas rodaron y emergieron siluetas difusas de entre la neblina de tabaco.
– ¡Así que tú! –silabeó el hombre frente a su rostro sorprendido.
–No sé de qué hablan, necesito a alguien que sepa de mecánica, mi coche se ha roto –dijo él en voz alta, sabiendo que con sólo mover la mano se abriría la puerta detrás de él y estaría en la calle a salvo.
     El puño dio recto, contundente, él rebotó contra la puerta. Pudo haber corrido, pero no lo hizo.
–Es un error, no conozco a la señorita y nunca he estado aquí –balbuceó tratando de convencerlos del equívoco.
     Sacó el pañuelo y lo pasó por la boca rota. El segundo puñetazo lo sentó en el suelo, trabajosamente pensó en defenderse, empujó las piernas que se prestaban a patearlo. Y sucedió lo que había estado temiendo: Una golpiza  en la que tomó parte la mayoría de los parroquianos y que lo dejó casi muerto en una bocacalle cercana.
     Muchas horas después, cuando despertó, se asombró que una mano femenina le aplicara compresas en la frente. Estaba acostado en un cuarto ajeno y en una cama que olía a transpiración de mujer.
– ¿Estas despierto?, pensé que te habían matado –dijo la misma mujer que desde el suelo lo había señalado la noche anterior.
–¿Por qué lo hiciste? –pregunto él con la voz rota debido a los labios hinchados y deformes.
–¡Ese bruto celoso! –se arregló los cabellos, peinados ahora con cuidado– Se enteró de que lo engaño con otro y quiso dar una lección  de hombría.
–¿Y por qué yo? –respiró colérico.
–Eras el único que merecía la pena –volvió a poner la compresa sobre la frente– Desde que entraste pensé que…eras guapo–sonrió zalamera y acaricio sus cabellos.
–¡Oh no! –se quitó la compresa y se incorporó– ¡Ah, no puedo!, ¡maldita seas! –se desplomó en el lecho y cerró los ojos.
–El verdadero culpable escapó, ¿Puedo hacer algo por ti?.
–Desde luego, desaparecer.
–¿Estas seguro?
–En los bolsillos del chaleco, hay una tarjeta a nombre de Alfredo Boroñas, llama a ese número y di que venga a sacarme de este infierno.
–Así lo haré –antes de irse, rozó suavemente la mejilla adolorida.
     Días después un coche con un automóvil remolcado abandonaba el sitio. Delante cómodamente sentados, él y su amigo, detrás la mujer que más tarde convertiría en su esposa.
–¡Pero no me diga! –exclamó el teniente Barrozo dándole vueltas al tabaco.
–Como le cuento –asintió el guardia, parado en atención.
–Pues no hay que descuidarse con eso, que quién sabe con qué intenciones vendrá el tal vendedor, a lo mejor hasta nos sale terrorista
–Mi teniente tiene razón –afirmó el guardia.
–Usted por lo pronto –dio una mordida y lanzó la punta del tabaco a una esquina– Se encargará de vigilar los movimientos sospechosos de los ciudadanos, de un recorrido por la calle principal y anote a todos los que entran  a la carpa de ese… mercader –dio una chupada larga– Yo me ocuparé de lo demás.
–¿Y qué es lo demás, mi teniente?.
–¡Puede retirarse! –gritó enfadado el teniente Barrozo– ¡Antes que lo castigue por desacato a la autoridad!.
Luego se arrellanó en la butaca pensando que pronto sería la hora del almuerzo.  aquí
     Leonel Dionisio el vendedor, suspiró, había otro recuerdo que latía al compás de la sangre misma; Llevado cinco años de matrimonio, después de una desagradable discusión con su esposa se metió en el baño a ducharse. Nunca pensó que ella tuviera intenciones de pasar el cerrojo por la parte de afuera. Ya abriría cuando le viniera en gana, se dijo. Después fue que oyó los gritos de la pequeña, se asomó a través del cristal de la puerta y allí estaba ella, su mujer, la mujer que sacó de aquel hotelucho, con su hija de tres meses.
“Mira lo que hago con tu maldito engendro”, chilló histérica. La tomó del cuello y enterró primero la afilada uña y luego el dedo completo en la parte superior del cráneo. Los cristales de la puerta no cedieron con los puños, ni con la cabeza. La mujer sacó el dedo veteado en sangre y sostuvo en alto el cuerpecito amoratado y convulsivo, después esperó  a que dejara de retorcerse. La sombra de un hombre se interpuso. Él supo de inmediato de quién se trataba. “Nada nos une”, rió la mujer fuera de sí “No me gusta dejar tras de mí, recuerdos indeseables”. La sombra se proyectó  contra ella y un brazo fuerte, la atrajo con brusquedad, saliendo del cuadrado del cristal.
Espera, voy a abrirle”, gritó rabiosa. De nuevo volvió a verla con el cuerpecito colgado de una mano, sintió como el cerrojo cedió y quedó frente a ellos. “Ahí tienes, es tuya”. Recibió a la niña en pleno vuelo, ellos dieron la espalda y bajaron las escaleras. Pudo correr tras de ellos y matarlos. No lo hizo. Sintió que arrastraban maletas, quizás con todo el dinero y las cosas de valor, después el motor de su coche en la calle. Así mismo lo encontró la empleada de la limpieza, al amanecer, fija la mirada y apretando un despojo de carnes entre sus brazos.
–¿Y en qué  piensas tú? –preguntó Jerónimo el tabernero mirando a su hija, que pulía una y otra vez el mostrador.
–Ésta es capaz de meterse en la pocilga de ese vendedor –gruñó su hijo mayor, recostado a la caja de cobrar, con una cerveza en la mano.
–No lo he pensado –la joven evitó la mirada de su hermano, volteó el paño y siguió frotando.
–¡Violencia!, ¡Violencia!, no sé como las autoridades no lo han botado del pueblo –chasqueó la lengua Jerónimo el tabernero–Aquí la gente de sólo tomarse unos tragos se vuelven como locos, imagínense con polvos de violencia…
–¿Pero vas a creer en esas tonterías, padre? –el mozalbete vació la cerveza de un largo buche– Eso es para la gente que tiene la cabeza… –no terminó la frase
–Cierra la puerta, Luis, a estas horas nadie va a venir –Pasó revista por los anaqueles llenos de botellas Jerónimo el Tabernero, y satisfecho procedió a retirarse a las habitaciones del fondo– ¡Deja ese trapo, muchacha! –dijo antes de desaparecer.
     La muchacha quiso seguirlo, pero la mano fuerte de su hermano le estrujó el hombro.
–Olvidas tu medicina, querida.
–No estoy enferma –apretó los dientes con furia– Esta vez no lo harás Luis, antes te mataré –musitó despacio.
–No puedes hermanita –sonrió despótico– Y si se lo digo a papá y lo comento en el pueblo… –dejó la frase inconclusa.
–Todos saben que es mi amigo –estalló la muchacha– ¡Eres un miserable!.
–Yo se que te entiendes con el, ¡con un hombre casado!, y no hagas que me enfade –Luis sacó un sobrecito del bolsillo y lo ligó con agua en un vaso ¡Tómatelo! –exigió rabioso.
     La muchacha tragó el liquido sin mirarlo, después desapareció por el fondo, sabía que iba a darle justo el tiempo de echarse en la cama y quedar irremediablemente dormida. No sentiría cuando su hermano, empujara la puerta y se gozara con su cuerpo, tampoco cuando se fuera. Pero al otro día notaría magulladas las carnes y vapulado su sexo. ¡Si tuviera valor!. Claro, sin falta iría a donde el vendedor de violencia. Con esta idea, cerró los ojos y dejó de atormentarse.
–¡Teniente, para informar! –abrió la puerta el guardia y chocó los talones.
–Pase usted –respondió el teniente, molesto porque su subalterno lo había pillado hurgándose en la nariz.
–Todo está en calma mi teniente.
–¡Qué bien! ¿Y qué hay con la lista? –preguntó el teniente Barrozo, limpiándose los dedos con disimulo en los bajos del pantalón.
–¡Una procesión mi teniente!. Recién hoy, al cuarto día, todos han entrado allí.
–¡Pero no me diga! –se levantó el teniente olvidando la higiene de sus dedos– A ver, comience a  leer.
–El primero fue Antonio Velas –dijo el guardia
–Claro, como que todos los días le roban sus animales –asintió el teniente.
–Después María Piedad.
–También, a su hijo se lo ahogaron en el río y nunca apareció el culpable, ella dice que fue el primo y que no va a descansar hasta que lo pruebe…
–Más tarde Ramón Oquedo –prosiguió el guardia.
–No es para menos –dio un respingo el teniente Barrozo– ¿Ramón Oquedo dijo usted?, ¿el del asunto de los caballos?.
–Sí señor, después María, la hija de Jerónimo el Tabernero.
–¡Vaya!, ¡vaya! –el teniente estaba pensando en otra cosa.
–Más después entró Matías Antonio.
–¡Hum!.
–Y al rato, Leonor Arteagas.
–¿Qué dice usted? ¿no sabe que esa es mi esposa? –se encimó colérico hacia el guardia, el teniente Barrozo.
–La misma que viste y calza, mi teniente –musitó temeroso el subalterno.
–¡Dame acá esa lista! –gritó el Teniente– ¡Y retírese inmediatamente!.
       Leonel Dionicio sonrió satisfecho, había tenido un día agotador, además de haber repartido entre los clientes la panacea, tuvo que escuchar historias deprimentes. En pocas horas estaba al tanto de cuanto había ocurrido de importancia en el pueblo. Era un asco de pueblo. La gente soportaba mucha porquería por dentro, quizás por eso se sentía identificado plenamente con cada uno de ellos.
        Con cuidado enrolló sus pocas pertenencias en la manta y esperó a que oscureciera. No iba a esperar más, el polvo disperso en el pueblo era suficiente. Ahora dejaría la carpa donde mismo para que no notaran su ausencia y subiría al cerro más cercano. Desde allí, el pueblo estaba en la palma de la mano. Se sentaría a esperar los resultados.
       Ramón llegó en silencioso a casa. Todo el pueblo dormía o aparentaba hacerlo, a juzgar por las luces apagadas; En su cuarto estaba encendida la lámpara, atisbó por la rendija y como había supuesto, allí estaba el Teniente Barrozo revolcándose encima de su mujer. Bien que se lo dijo a ella… Me voy a donde los Bacallao esta noche a ayudarle con los hornos de carbón. Y ahora estaban los dos juntos.
      Sacó el afilado machete de la vaina y entro en la casa con una decisión irrevocable.
–¡Qué bonito espectáculo! –gritó después de haber pateado la puerta del cuarto, que chirrió escandalosamente por falta de aceite en las bisagras.
–¡RAMON! –se espantó su mujer y a duras pena salió de abajo  de la mole del Teniente Barrozo.
–¡Desgraciados! –alzó el machete ciego de ira Ramón Oquendo.
–¡Por faltarle a la autoridad! –voceó el Teniente sacando la mano de la almohada.
       El fogonazo estalló en todo el cuarto, pero dio precisamente debajo del sombrero de Ramón.
–¡Dios mío, lo has matado! –corrió desnuda la esposa infiel, hacia el cuerpo caído. La cara de Ramón era una porquería de sangre y pelos.
–Tuve que hacerlo –sentado sobre la cama se ponía los pantalones, apresurado, el Teniente– En defensa personal.
–No era para matarlo –gimió la señora acercándose.
      El machete en lo alto hizo que vacilara la luz de la lámpara.
–¿Querías que me dejara matar? –fueron las últimas palabras del teniente Barrozo, ocupado en ponerse las botas del reglamento.
      La mujer sostuvo con fuerzas el machete hasta después que hubo rajado en partes iguales la cabeza y quedó trabado en algún hueso de la nuca. Al romperse el equilibrio ambas partes se deshojaron hacia los hombros. Las salpicaduras de sangre y sesos tiñeron sus senos y la pelambre de la pelvis.
        Leonel Dionicio reunió un poco de leña e hizo fuego para espantar a los mosquitos y prepararse un café. Tendió la manta y antes de echarse, lanzó los ojos al pueblo. Al no ser las llamas provenientes de su carpa quemada (quizás por las autoridades) no había pasado nada, Era agradable dormir al descubierto, sintiendo el olor de la hierba húmeda y los parpadeos de las estrellas. Por ahora podía estarse tranquilo y descansar, tal vez mañana saldrían a buscarlo.
     Jerónimo el Tabernero apagó la vela, mojándose las yemas de los dedos y apretando el pabilo entre ellos. Esperó detrás de la puerta de su cuarto mucho tiempo. En la espalda llevaba el cuchillo con que rebanaba los jamones los días festivos. Oyó el crujir de las tablas en el pasillo y esperó un rato más. Después sigiloso fue al cuarto de su hija. Apoyó el oído contra la puerta y en un acceso de locura entró de un golpe.
–¡Papá! –exclamó asombrado Luis completamente desnudo, interrumpiendo la tarea de quitar los calzones a su hermana.
–¡Debías haber muerto cuando naciste! –Jerónimo el Tabernero se acercó con las manos crispadas– ¡Lo sospechaba pero quería cogerte así! –el puño se cerró en el cuello del hijo –¿También me echabas dormidera en la leche, para que no escuchara nada? ¿eh?.
–Es una perdida papá, usted ni siquiera se imagina –lo empujó a una esquina.
–¡Es tu hermana cabrón!, ¡Carne de tu carne! –de nuevo se acercó Jerónimo el Tabernero y golpeó duro el rostro del joven.
      El hijo lo abrazó y forcejaron en el suelo, el padre atacó por los testículos haciendo que el golpe recostara al joven en la cama. Jerónimo se abalanzó, pero el otro era más fuerte… aprovechó y ciño sus manos en el cuello del viejo apretando, apretando. Jerónimo el Tabernero sintió allá lejos que algo se rompía para siempre y mientras hacía esfuerzos para respirar miró a su hija, ajena a todo, indiferente a su dolor. Llevó la mano a la espalda y suave (como para no hacer daño) encajó la afilada hoja en el pecho del que apretaba su garganta. Después no hizo intento de desprenderse, de nada habría valido. Con los últimos estertores de su hijo, se desplomó en la cama y apoyó la cabeza a su lado.
      Por la mañana cuando María despertó, vio dos cadáveres en su mismo lecho y por primera vez en varios meses notó que su cuerpo no estaba estrujado.
      Leonel Dionicio parado en una roca, oyó los gritos que rompieron la neblina del día. Por todas partes corría la gente, cuerpos cubiertos con sábanas eran sacados a la calle, muchas casas eran tragadas por el fuego mientras que dos ancianas tiradas en el lodo se arrancaban mechones de pelos y los engullían. En la calle principal se había formado un tumulto de personas que se golpeaban a puñetazos hasta quedar tendidas  en el suelo.
     ¡La panacea de la violencia había dado resultado!. Quizás alguno en el pueblo se le ocurriera salir en su búsqueda para que repartiera el antídoto. Él no lo tenía. Con el ceño fruncido miró una vez más, tiró el turbante al vacío y recogiendo su manta se prestó a caminar sin descanso.
Por SRM





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