La casa era grande, con techo de guano y tablas fuertes. Los terrenos rojizos y con ganas de parir en cada temporada. Desde la carretera polvorienta de rocoso, se respiraba el olor tierno de la siembra y el devenir de animales de casi todas las especies.
Por SRM
Lo que nunca pudo explicarse Pepe Ortiagas, dueño de estos dominios, fue la inexactitud o el poco cuidado que había tenido, casi en el ocaso de su juventud en la gestación del último de sus vástagos. Pepín era un muchacho recio, con una pierna torcida y los brazos tan extraordinariamente largos, que de haber pertenecido a otra persona, los hubiera tenido chocando entre las rodillas, pero él, los balanceaba como aspas de molino y le iba muy bien con su figura mongoloide.
Sin embargo, Pepe Ortiagas con el pasar de los años, no le guardó rencor a tan mala muestra, sino, que más bien, estaba agradecido. Pepín fue el único que se ocupó de los sembrados y de los animales, cuando él decidió comprarse un auto, y dar viajes de alquiler desde el pueblo cercano a la cabecera de provincia.
Cuando el sol recogía los jirones de niebla y los suspendía de las copas de los árboles, Pepín ya estaba en pie. Ordeñaba las cuatro vacas, dábales de beber, buscaba buen pasto para los chivos, los carneros y se sentaba a tomarse un cacharro de leche cruda lleno de espuma. Más tarde se hundía en los sembrados; Todo se lo había enseñado Pepe Ortiagas, desde que era un retoño que se limpiaba los mocos con la punta de la camisa: cómo dominar la mala hierba, encauzar el regadío, trillar la tierra y recoger el fruto.
Después que almorzaba, se tiraba debajo de la mata de mango y arrobado contemplaba los jinetes del universo, nadie sabía si era que dormitaba con los ojos presos en las formas etéreas o si en pleno vuelo se sumergía en un mundo de grotescas brujas y princesas de harina de maíz, pero sonreía, y eso tranquilizaba a la madre y a la hermana que lo atisbaban desde la ventana de la cocina.
Pepín nunca había ido al pueblo, siempre lo imaginó como los enormes hormigueros que nacían debajo de las ceibas que daban sombra en la portada, no sabía de cines ni de fiestas tardías, aunque trasnochaba a menudo, en espera del paritorio de algún animal. Así fue también con la puerca blanca. Al otro día Pepe Ortiagas lo encontró con los ojos de toda la noche en vela y preguntó:
¿Cuantos tuvo?.
-Uuuno sooolo -contestó en su tartamudeo habitual.
-¡Pero qué clase de puerca 'e mierda!, ¡parir uno solo!.
-¡Naaació mueerto! -volvió a decir Pepín.
Y no se habló más del asunto hasta el día de la visita.
La única cosa pecaminosa de Pepín, al decir de la madre, era esa maldita costumbre de sacudirse la entrepierna cuando pensaba que nadie lo observaba y hasta por debajo de la mesa cuando se sentaba a almorzar y la morena Tomasa, pasaba por el terraplén con el bamboleo de sus caderas gigantes. Por lo demás, era un santo, afirmaba con firmeza.
Su hermana Mercedes no opinaba lo mismo; A él achacaba su larga soltería, y único culpable de espantar a cuanto galán asomaba por la finca. Así fue con el hijo de los González, que vino a presentar sus credenciales por lo de la pedida de mano. Había que ver noche más tranquila y hermosa aquella y que de besos acalorados en la portada disfrutó la pareja. Y Pepín en el patio con zancadas de ida y vuelta y la vista clavada en la carretera. Nadie se explicó después que el galán se despidió, y Pepín lo acompañó hasta el entronque, porque el mozo jamás regreso, ni envió recado del motivo de su abrupto rompimiento.
Luego fue lo del hijo del cartero. Ella parada en la talanquera viéndolo venir pedaleando delante de una nube de polvo y casi cuando lo tenía ahí, se apareció Pepín y dale que a mirarlo también. Después se dio cuenta que algo raro había pasado, la nube blanca se congeló en el tiempo y hombre y bicicleta, colgados frente al portón de la finca de la mulata Tomasa, y por mucho que encogió Mercedes los ojos en la distancia, la puerta del bohío se abrió un instante y luego permaneció cerrada a cal y canto, por los siglos de los siglos, eso sí, el colmillo suelto entre los labios retorcidos de Pepín brilló burlesco toda la tarde.
Cuando llegaron de la capital las primas de Pepe Ortiagas, el dueño de casa salió al patio y pasó un rápido balance para determinar las posibles víctimas del almuerzo. Pepín no estaba, había ido a reparar la cerca por donde los choferes de paso, se metían a robar yucas.
La puerca blanca a lo lejos, colgada y afeitada, ofrecía un espectáculo alucinador, así la vio Pepín. Se acercó despacio y cuando la realidad se le metió ojos adentro, lanzó los instrumentos que traía consigo, lleno de rabia. Por unos instantes estuvieron lloviendo clavos y puntillas. A los alaridos todos salieron al patio, viendo a Pepín que se revolcaba en la sangraza que goteaba del animal. Lo levantaron y casi a empujones lo sentaron y le dieron un jarro de agua, pero eso no lo tranquilizó, los mocos se confundieron con las lágrimas y las convulsiones estremecieron el taburete.
Pepe Ortiagas se plantó frente a Pepín y cuando su mano se iba a apoyar en los cabellos húmedos para buscar la palabra adecuada y calmarlo, éste pateó el piso y volcando el asiento echó a correr hacia la portada. Pepe Ortiagas lo siguió, no tuvo que correr mucho, justamente al terminar el campo de maíz, debajo del algarrobo se detuvo Pepín. Más tarde con un desaforado movimiento se arrodilló en la tierra y empezó a escarbar. Pepe Ortiagas se paró detrás de la sombra de su hijo, con el corazón amenazando en romperse por el esfuerzo de la carrera.
En el hueco recién abierto había residuos de pellejos, y el esqueleto de un animal pequeño, pero cuando Pepe Ortiagas dilató los ojos y las manos de Pepín dejaron de moverse, adivinó una cabecita humana y hasta las paticas ya putrefactas, le parecieron demasiado largas para ser las de un cerdito blanco.
Por SRM
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